Nota: Durante un descenso surgió una conversación filosófica sobre unas comeduras de tarro que, a sugerencia del Trasgu, pongo sobre papel. Me temo que quiere que sirva de terapia.
No soy el primero en tener este tipo de reflexiones, pero sí soy el que las sufre. Lejos tengo ya las consideraciones clásicas, que a todo montañero le han de surgir, siempre llenas de "¿por qué subo?" y "¿qué hago aquí?. Creo que he alcanzado mi nivel de incompetencia, logrando equilibrio entre lo que quiero, lo que me gusta y el riesgo que estoy dispuesto a correr. Tampoco se trata, aunque me lo haya cuestionado en algún momento, el tema del legado o el de dejar una impronta. Creo que mi problema es bien distinto.
Siempre me ha llamado el sentir la montaña, estar en ella, saber que hay detrás de un pico o qué se ve desde la cima de otro, y me gusta esa experiencia sin importar si se repite una y otra vez incluso en la misma montaña, en la misma cima. Nunca es lo mismo, pero siempre es igual.
(Nota del autor: En el original era "…casi siempre…", pensando en que si bien la compañía de algunas personas te pueden hacer que ese momento sea especial, otras te lo pueden amargar).
Me encanta sentir el olor a pino bajo la lluvia, la jara caldeada con el perezoso sol matutino de primavera, el humeante te al abrir el termo, su ruido al caer en la taza, y la espera hasta que dándonos su calor se enfría antes de sorberlo. Gusto de las conversaciones al ritmo de la entrecortada respiración, los chascarrillos y risas; los compañeros montañeros y las cervezas tomadas con ellos. Fantástica esa complicidad que cuando surge lo hace todo especial. Necesito ver el cambio del verano al otoño, esperar las nieves del invierno, el resurgir de la primavera. Y no me canso de ello. Siempre está la ruta nueva, el rincón perdido, ese momento olvidado al que retornamos. Es maravilloso. Todo parece estar centrado en la montaña, mas no es distinto, en general, con el resto de las cosas, de la vida.
Pero últimamente en mí se hace grande una dolorosísima certeza, que tan sólo alivia mi incrédula confianza en Ortega y Gasset (perdón por lo pedante). Espero que en unos años acuda en mi ayuda para que deje de dolerme esta melancolía. Espero que sea cierto, que las cosas por las que ya hemos pasado, de las que ya estamos de vuelta, dejen de ser deseos o anhelos, y pierdan interés. Lo espero y lo temo. Por el alivio uno, y por el vacío que deje el otro.
Mientras esto llega, se me hace un nudo en el estómago al saber que un día amanecerá y no seré yo uno de los que disfruten del momento. Me perderé el renovarse de los árboles, la nevada que marca el invierno y también la última que antes del verano. Otros muchos subirán, pasarán, reirán, sudarán, se sentarán a contemplar, a reír, a disfrutar. Descubrirán esos mismos rincones como si fueran nuevos, gozarán del placer de estar, ver, descubrir, compartir. La montaña cambiará, ella misma vivirá, y otros lo contarán. Otros. Sé que todo es pasajero, pero es que desgraciadamente la vida humana es efímera; y más al mirarse en las montañas o en la propia vida.
Incluso he pasado a entender esa famosa y repetida frase de "… lo que daría por poder levantarme cada 100 años y mirar cómo va todo esto". Sería algo de consuelo. Mínimo.
Esperando que el ilustre Ortega y Gasset haya tenido razón, y me alivie, resulta que otro, mucho antes que yo, padeció similar opresión, y la dejó plasmada en versos.
EL VIAJE DEFINITIVO
Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros cantando.
Y se quedará mi huerto con su verde árbol,
y con su pozo blanco.
Todas las tardes el cielo será azul y plácido,
y tocarán, como esta tarde están tocando,
las campanas del campanario.
Se morirán aquellos que me amaron
y el pueblo se hará nuevo cada año;
y lejos del bullicio distinto, sordo, raro
del domingo cerrado,
del coche de las cinco, de las siestas del baño,
en el rincón secreto de mi huerto florido y encalado,
mi espíritu de hoy errará, nostálgico ...
Y yo me iré, y seré otro, sin hogar, sin árbol
verde, sin pozo blanco,
sin cielo azul y plácido...
Y se quedarán los pájaros cantando.
Juan Ramón Jiménez
MI SITIO
Tarde última y serena,
corta como una vida,
fin de todo lo amado
¡yo quiero ser eterno!
(Atravesando hojas,
el sol ya cobre viene
a herirme el corazón.
¡Yo quiero ser eterno!)
Belleza que yo he visto
¡no te borres ya nunca!
Porque seas eterna
¡yo quiero ser eterno!
Juan Ramón Jiménez
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